''Surgimos para desaparecer. Nuestro fin
se encuentra en acabar de cabeza en un barranco mientras nuestros
conocidos ignoran, nuestros amigos sufren y nosotros mismos disfrutamos. El
final se plantea ante nosotros como un descanso necesario. Pero nuestra
masoquista naturaleza nos hace aferrarnos a la vida, y henos aquí. De un modo u
otro, ante las adversidades que se nos presenten, seguiremos amarrados a lo que
encontremos. Y de un modo u otro, eso está bien. Tan bien como mal.‘‘
A.L. Aproximadamente en la
cerveza imaginaria #20. 26-4-2014.
Y entonces, aunque en realidad no brotó palabra
alguna de su boca, no salió pensamiento alguno de su cabeza, sentí que con sus
ojos me quería decir algo, que gritaba ante mí una verdad irrefutable. Nos
necesitaba de nuevo. Me necesitaba de nuevo. La soledad consumía lo que quedaba
de su carne y lo que nunca terminó de surgir de su oscura alma.
Su personalidad siempre ha sido la de un tipejo racional, dura, férrea, ferrosa. Tipo hierro o cosa dura. Infranqueable su aspecto. Verlo asemeja la escena en la que el tonto e impertinente mono se planta frente al monolito indescriptible, asombroso, terrorífico y del mismo modo espléndidamente incomprensible que obstruye su camino; el de los suyos. No irradia ningún tipo de sensación cómoda, digamos: medianamente humana.
La dureza característica de sus actitudes y su
presencia misma siempre me resultaron complejas expresiones de abandonos personales. Ese
intento vago que ejecuto, o que procuro ejecutar, al ver un ser tan imposible
de descifrar me frustra, pero del mismo modo ilusiona, para seguir y llevar a
cabo la ardua construcción del otro.
Pendejadas todas, pendejos todos y ridículo
cualquier intento de definición que se plantea ante tan ávida figura enorme.
Porque físicamente, en realidad, era enorme. Tan grande como un bloque de
concreto que se podría usar para construir una catedral. Pero una mística. Una
catedral que se pudre por dentro, en la indefinición de su carácter espiritual;
que no se atreve a pensar en sí misma y evita el acceso de los más ágiles, que
solo quiere la entrada de los incautos.
El tipo se
constituyó a sí mismo como un bloque enorme de cemento. Frío y sin respuesta
ante estimulo externo alguno. Encerrado en su cabeza, pienso,
se haya un enigma que podría ayudarlo a salir de ese cascarón. O simplemente
podría hundirlo más en el mundo de las relaciones sociales y la maldita pereza
mental.
Tal vez por eso mi empeño en analizarlo, en
buscarle cabida, salida, de sí mismo. <<Odio la pereza mental que cunde la
amplitud de la tierra en la que vivo. Si es que esto que llevo yo, y él
sinceramente me apoya en esta consideración, se puede llamar vida>> pienso. Vida la de
los monigotes capaces de respirar la densidad putrefacta de esta cochinada que
llaman aire. Vida la de los satisfechos, que consideran que comer basura, vivir
en basura y defecar basura es algo envidiable. Vida la de los que andan
absortos en el alcohol o los alucinógenos, que se despegan plenamente de
cualquier enigma y prefieren ahogar sus ideas, ahogarse a sí mismos en el
incoloro, de olor penetrante y constitución etílica. Vida la del resto. Vida lo
no-mío. Bazofias.
La incapacidad que me representaba el salir de
aquel cuadro que él definía, hacía crecer a borbotones, en mi interior, una
frustración ridícula y suicida, que me llevaba al total abandono de mis
cuestiones personales, para posar todo mi interés en la vida de un estúpido
energúmeno que me resultaba casi plenamente ajeno. <<Pero qué más da>>, me respondo
constantemente, si cualquier ejercicio - o intento, porque yo solo intento,
nunca concreto- que salga de las tradiciones de esta maldita tierra, de
desprovistos idiotas que idolatran, vacíos sujetos que dan justicia por sus
manos, y abyectos creyentes que entregan su vida al altísimo, es castigado
socialmente. Todo aquel que se ufane de conocer lo que soy, sabe que agradezco el castigo
que ejerce la sociedad sobre mí. Nunca ha sido de mi interés pertenecer directamente
a esta masa de impensantes. Aunque yo sea uno de ellos. Pertenecer nunca será ser.
El maldito monolito no cede. No cedió. Sabía que
nunca lo haría. Pero en el fondo de mí, siendo esto aquello que los otros
llaman exterior, era eso lo que buscaba mi constante y terca actitud de
empedernido insatisfecho.
Cuando él me miró, y me hablo con sus acuosos y
ensangrentados ojos, por fin comprendí qué buscaba de mí, sabiendo lo que yo
perseguía de sí. Me REVELÓ su maldita verdad. Y era realmente necia.
Casi tanto como la mía. Su fin último era igual de parco, terco y vacío que
aquel al cual había entregado mis espacios, mi tiempo, al cual había necesariamente
entregado mí no-vida.
Si mi carrera, mi tipo absurdo de vida, mi camino
y dirección estaba, subyacía en buscar, de manera abnegada y exhaustiva la
verdad de ese estúpido monolito, la de él era directamente la inversa, siendo
esto la misma. Si yo corría a toda, al borde de la fricción social y con
destino en el choque inevitable, él lo hacía huyendo de mi carrera, provocando
mediante ligeros desprendimientos que hacía al azar aquella fricción y
estableciéndose como aquel muro infranqueable, frío y terrorífico que
produciría el brutal choque.
El maldito huía de mí, y yo lo perseguía.
Ese enorme monolito era el encargado de plantarme una razón de vida, por vana
que esta fuera. Y lo hacía sin cesar. Y aun sabiendo la verdad que busqué, no
siendo esta la verdad que necesitaba, proseguí ardua y trabajosamente mi
carrera, directa y sin parar hacia el muro que ya conocía.
Mi destino final se hallaba en el choque inevitable que ya mencioné, y sabiendo esto, me atraía aún más la sensación y el morbo de producirlo.
Debía estrellar, estallar, explotar y volar en mil y un pedazos. Así lo hice. El pedazo número mil uno es el que les escribe este innecesario relato.