Y aquí...

Bienvenido a tu cabeza.

Grito.

Grito.

domingo, 30 de agosto de 2015

MONOLITO


''Surgimos para desaparecer. Nuestro fin se encuentra en acabar de cabeza en un barranco mientras nuestros conocidos ignoran, nuestros amigos sufren y nosotros mismos disfrutamos. El final se plantea ante nosotros como un descanso necesario. Pero nuestra masoquista naturaleza nos hace aferrarnos a la vida, y henos aquí. De un modo u otro, ante las adversidades que se nos presenten, seguiremos amarrados a lo que encontremos. Y de un modo u otro, eso está bien. Tan bien como mal.‘‘
A.L. Aproximadamente en la cerveza imaginaria #20. 26-4-2014.



Y entonces, aunque en realidad no brotó palabra alguna de su boca, no salió pensamiento alguno de su cabeza, sentí que con sus ojos me quería decir algo, que gritaba ante mí una verdad irrefutable. Nos necesitaba de nuevo. Me necesitaba de nuevo. La soledad consumía lo que quedaba de su carne y lo que nunca terminó de surgir de su oscura alma.

Su personalidad siempre ha sido la de un tipejo racional, dura, férrea, ferrosa. Tipo hierro o cosa dura. Infranqueable su aspecto. Verlo asemeja la escena en la que el tonto e impertinente mono se planta frente al monolito indescriptible, asombroso, terrorífico y del mismo modo espléndidamente incomprensible que obstruye su camino; el de los suyos. No irradia ningún tipo de sensación cómoda, digamos: medianamente humana.

La dureza característica de sus actitudes y su presencia misma siempre me resultaron complejas expresiones de abandonos personales. Ese intento vago que ejecuto, o que procuro ejecutar, al ver un ser tan imposible de descifrar me frustra, pero del mismo modo ilusiona, para seguir y llevar a cabo la ardua construcción del otro.

Pendejadas todas, pendejos todos y ridículo cualquier intento de definición que se plantea ante tan ávida figura enorme. Porque físicamente, en realidad, era enorme. Tan grande como un bloque de concreto que se podría usar para construir una catedral. Pero una mística. Una catedral que se pudre por dentro, en la indefinición de su carácter espiritual; que no se atreve a pensar en sí misma y evita el acceso de los más ágiles, que solo quiere la entrada de los incautos.

El tipo se constituyó a sí mismo como un bloque enorme de cemento. Frío y sin respuesta ante estimulo externo alguno. Encerrado en su cabeza, pienso, se haya un enigma que podría ayudarlo a salir de ese cascarón. O simplemente podría hundirlo más en el mundo de las relaciones sociales y la maldita pereza mental.

Tal vez por eso mi empeño en analizarlo, en buscarle cabida, salida, de sí mismo. <<Odio la pereza mental que cunde la amplitud de la tierra en la que vivo. Si es que esto que llevo yo, y él sinceramente me apoya en esta consideración, se puede llamar vida>> pienso. Vida la de los monigotes capaces de respirar la densidad putrefacta de esta cochinada que llaman aire. Vida la de los satisfechos, que consideran que comer basura, vivir en basura y defecar basura es algo envidiable. Vida la de los que andan absortos en el alcohol o los alucinógenos, que se despegan plenamente de cualquier enigma y prefieren ahogar sus ideas, ahogarse a sí mismos en el incoloro, de olor penetrante y constitución etílica. Vida la del resto. Vida lo no-mío. Bazofias.

La incapacidad que me representaba el salir de aquel cuadro que él definía, hacía crecer a borbotones, en mi interior, una frustración ridícula y suicida, que me llevaba al total abandono de mis cuestiones personales, para posar todo mi interés en la vida de un estúpido energúmeno que me resultaba casi plenamente ajeno. <<Pero qué más da>>, me respondo constantemente, si cualquier ejercicio - o intento, porque yo solo intento, nunca concreto- que salga de las tradiciones de esta maldita tierra, de desprovistos idiotas que idolatran, vacíos sujetos que dan justicia por sus manos, y abyectos creyentes que entregan su vida al altísimo, es castigado socialmente. Todo aquel que se ufane de conocer lo que soy, sabe que agradezco el castigo que ejerce la sociedad sobre mí. Nunca ha sido de mi interés pertenecer directamente a esta masa de impensantes. Aunque yo sea uno de ellos. Pertenecer nunca será ser.

El maldito monolito no cede. No cedió. Sabía que nunca lo haría. Pero en el fondo de mí, siendo esto  aquello que los otros llaman exterior, era eso lo que buscaba mi constante y terca actitud de empedernido insatisfecho.

Cuando él me miró, y me hablo con sus acuosos y ensangrentados ojos, por fin comprendí qué buscaba de mí, sabiendo lo que yo perseguía de sí. Me REVELÓ su maldita verdad. Y era realmente necia. Casi tanto como la mía. Su fin último era igual de parco, terco y vacío que aquel al cual había entregado mis espacios, mi tiempo, al cual había necesariamente entregado mí no-vida.

Si mi carrera, mi tipo absurdo de vida, mi camino y dirección estaba, subyacía en buscar, de manera abnegada y exhaustiva la verdad de ese estúpido monolito, la de él era directamente la inversa, siendo esto la misma. Si yo corría a toda, al borde de la fricción social y con destino en el choque inevitable, él lo hacía huyendo de mi carrera, provocando mediante ligeros desprendimientos que hacía al azar aquella fricción y estableciéndose como aquel muro infranqueable, frío y terrorífico que produciría el brutal choque.

El maldito huía de mí, y yo lo perseguía. Ese enorme monolito era el encargado de plantarme una razón de vida, por vana que esta fuera. Y lo hacía sin cesar. Y aun sabiendo la verdad que busqué, no siendo esta la verdad que necesitaba, proseguí ardua y trabajosamente mi carrera, directa y sin parar hacia el muro que ya conocía.

Mi destino final se hallaba en el choque inevitable que ya mencioné, y sabiendo esto, me atraía aún más la sensación y el morbo de producirlo.


Debía estrellar, estallar, explotar y volar en mil y un pedazos. Así lo hice. El pedazo número mil uno es el que les escribe este innecesario relato.